Sobre volver a casa

Miguel era mi hogar, estuvimos juntos 17 años, 9 casas distintas en 4 países, dejamos atrás gente, lugares, cosas, pero siempre nos tuvimos el uno al otro. Fuimos y siento que seguimos siendo, incluso en la separación, un equipo con un engranaje muy bueno, y no digo perfecto, porque obviamente no lo somos, nuestro matrimonio terminó. 

Cuando eso pasó, no tuve dudas, con todo el dolor que sentía, solo pensaba en Caracas. Me había quedado sin hogar, pero siempre tenía Caracas, El Ávila, la gente que te recibe con amor, la familia, los amigos que quedaban aquí y los que no quedaban, pero que venían y podías reencontrar. 

Así que me preparé para regresar. Dejé atrás la vida que había conocido por 17 años, lo que había construido, mi cuadro enorme de cerezos rosados frente al que me paraba para sentir que el mundo podía ser así de florido.

Hice 10 cajas, 5 de libros y de algunas cosas importantes, 5 de ropa y zapatos,  solo lo que realmente me gustaba. Mandé las cajas por barco, hice las dos maletas más dolorosas de mi vida, metí a nuestro gato en un bolso, porque Miguel tuvo la generosidad de dejar que me lo trajera conmigo, entregué las llaves de ese apartamento que tanto nos había costado conseguir y crucé el borde del aeropuerto donde ya Miguel no podía pasar. Me volteé y nos vimos por última vez ese día. Recuerdo el momento y vuelvo a llorar. Pero también me siento orgullosa de mi fortaleza, de mi resiliencia. 

Salí de Caracas un 15 de agosto del 2012, ruta Caracas - Buenos Aires, dos maletas, un gato de un año y medio y un esposo. Regresaba un 11 de mayo del 2023,  San Francisco - Caracas, dos maletas, un gato de 13 años, pero faltaba algo… no hay que sacar cuentas. 

Decir que fue fácil no es verdad. No sabía donde me despertaba y cuando me daba cuenta donde estaba, lloraba sin parar. Era exactamente el mismo lugar del que había salido en el 2012, porque llegué al apartamento del que me mudé en ese momento. Dormía en la misma cama que me compré cuando tenía 25, que a veces se rompía y había que arreglarla metiéndole un papel a una unión de dos maderas. La diferencia es que ahora tenía casi 40.  

Pero Caracas estaba ahí. Verde, llena de flores moradas, porque llegué en la época que florecen los Apamates. La gente me recibía con amor, los parqueros se sabían mi nombre y siempre encontraban un puesto para mi, el señor de la panadería me abrazaba cuando me veía,  los vecinos me saludaba con cariño, sabía siempre como llegar a los lugares, el señor de la verduras se alegraba cuando me vendía cebolla y el que despachaba el queso me proponía matrimonio todos los martes y me invitaba a vivir en Mérida; comentario que hacía que toda la cola que esperaba su turno soltara la carcajada. Caracas estaba ahí para consolarme y me sigue consolando todos los días.  

Cuando conseguí comprar un carro, manejé las calles que habían sido mías por muchos años, canté a todo pulmón las canciones de Servando y Florentino mientras manejaba la autopista de Prados del Este para almorzar con mis tíos los domingos, sin usar GPS. Lo sigo haciendo. Sé llegar a todos lados y se me quitó el miedo que me paralizaba. Que no me dejaba salir de mi casa. 

No me gusta romantizar esto, ha sido muy difícil, he llorado la vida entera y ha sido doloroso de muchas maneras; sigo en duelo, a veces me pregunto ¿cuándo se terminará? Carla me dice: “cuando se tenga que terminar”, Mafe me insiste: “no hay tiempo, hay que vivirlo”.

Pienso una vez a la semana en mis adornos de Navidad, no los he podido dejar atrás, es increíble a lo que la memoria se apega. Mi hermana insiste en que no importa, que podemos comprar nuevos, yo pienso en mis muñequitos, elegidos cada uno con amor durante todo ese tiempo que estuvimos juntos, porque nunca puse una navidad sin Miguel. Yo nunca compré un adorno que no fuera perfecto para mi. Los buscaba en todos lados, esperaba las ofertas y las ratoncitas de navidad y los adornos blancos impolutos se me aparecen en mis sueños.

Una foto de mi apartamento vacío, antes de mudarme, luego de remodelarlo... de echar abajo paredes y pisos... nunca una mejor metáfora

Pero volver a casa ha sido una parte importante del consuelo. La gente me ha recibido con un amor profundo, me han acompañado a llorar, me han hecho reír. Las guacamayas que pasan a las 6:30 de la tarde por mi ventana me dicen que los colores siguen ahí.  El Ávila me recuerda lo imponente que es la vida. He logrado construir nuevos vínculos y hasta la gente del coworking, donde a veces voy a trabajar, me abraza cuando me ve y cuando pasa mucho tiempo que no voy me reclaman la ausencia. Imagínense que soy hasta la presidenta de la Junta de Condominio.

Hablo en mi idioma materno, así que puedo ser inteligente otra vez y el señor que me pone gasolina ya se sabe mi nombre. Abro la ventana y no me muero del frío, tampoco de calor, porque Caracas  podrá tener muchos huecos en las calles y muchos motorizados que se atraviesan, pero tiene un clima perfecto. 

Yo siempre decía en mis momentos de más nostalgia: siempre tendré Caracas y fue verdad. Caracas estaba ahí para recibirme, para quererme a pesar de mi abandono.

He tenido que aprender que la casa soy yo y que aunque de un miedo infinito, esa es una verdad del tamaño de una catedral y aunque mi hogar sea yo misma,  le agradezco a Caracas que sea mi casa, le agradezco los colores, la amabilidad y las propuestas de matrimonio del charcutero, porque tengo pánico de quedarme sola, pero bueno al menos tengo la posibilidad de mudarme a Mérida y comer muchos tipos de  queso. 

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